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Petersburgo entero se levantó y salió acto seguido para el campo. Fue horrible
quedarme solo. Durante tres días enteros recorrí la ciudad dominado por una
profunda angustia, sin darme clara cuenta de lo que me pasaba. Fui a la perspectiva
Nevski, fui a los jardines, me paseé por los muelles; pues bien, no vi ni una sola de las
personas que solía encontrar durante el año en tal o cual lugar, a esta o aquella hora.
Esas personas, por supuesto, no me conocen a mí, pero yo sí las conozco a ellas. Las
conozco a fondo, casi me he aprendido de memoria sus fisonomías, me alegro cuando
las veo alegres y me entristezco cuando las veo tristes. Estuve a punto de trabar
amistad con un anciano a quien encontraba todos los días a la misma hora en la
Fontanka. ¡Qué rostro tan impresionante, tan pensativo, el suyo! Caminaba
murmurando continuamente y accionando con la mano izquierda, mientras que en la
derecha blandía un bastón nudoso con puño de oro. Él también se percató de mí y
me miraba con vivo interés. Estoy seguro de que se ponía triste si por ventura yo no
pasaba a esa hora precisa por ese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algunas veces
estuvimos a punto de saludarnos, sobre todo cuando estábamos de buen humor. No
hace mucho, cuando nos encontramos al cabo de tres días de no vernos, casi nos
llevamos la mano al sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo,
bajamos el brazo y pasamos uno junto a otro con un gesto de simpatía. También las
casas me son conocidas. Cuando voy por la calle parece que cada una de ellas me sale
al encuentro, me mira con.todas sus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal? Yo,
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gracias a Dios, voy bien, y en mayo me añaden un piso. » O bien: «¿ Cómo va esa
salud? A mí mañana me ponen en reparaciones.» O bien: «Estuve a punto de arder y
me llevé un buen susto.» Y así por el estilo. Entre ellas tengo mis preferidas, mis
amigas íntimas. Una de ellas tiene la intención de ponerse en tratamiento este verano
con un arquitecto. Iré de propósito a verla todos los días para que no la curen al buen
tuntún. ¡Dios la proteja! Nunca olvidaré lo que me pasó con una casita preciosa
pintada de rosa claro. Era una casita adorable, de piedra, y me miraba de un modo
tan afable y observaba con tanto orgullo a sus desgarbadas vecinas que mi corazón se
henchía de gozo cuando pasaba ante ella. Pero de repente, la semana pasada, cuando
bajaba por la calle y eché una mirada a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van a
pintar de amarillo!» ¡Malvados, bárbaros! No han perdonado nada, ni siquiera las
columnas o las cornisas; y mi amiga se ha puesto amarilla como un canario. A mí casi
me dio un ataque de ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora en que no he tenido
fuerzas para ir a ver a mi pobre amiga desecrada, teñida del color nacional del
Imperio Celeste.
Así, pues, lector, ya ves de qué manera conozco todo Petersburgo.
Ya he dicho que durante tres días enteros me tuvo atormentado la inquietud hasta
que por fin averigüé su causa. En la calle no me sentía bien éste ya no está aquí, ni
este otro; y ¿adónde habrá ido aquel otro?, ni tampoco en casa. Durante dos noches
seguidas hice un esfuerzo: ¿qué echo de menos en mi rincón? ¿por qué me es tan
molesto permanecer en él? Miraba perplejo las paredes verdes y mugrientas, el techo
cubierto de telarañas que con gran éxito cultivaba Matryona; volvía a examinar todo
mi mobiliario, a inspeccionar cada silla, pensando si no estaría ahí la clave de mi
malestar (porque basta que una sola de mis sillas no esté en el mismo sitio que ayer
para que ya no me sienta bien), miré por la ventana, y todo en vano..., no hallé alivio.
Decidí incluso llamar a Matryona y reprenderla paternalmente por lo de las telarañas
y, en general, por la falta de limpieza, pero ella se limitó a mirarme con asombro y me
volvió la espalda sin decir palabra; así, pues, las telarañas siguen todavía felizmente en
su sitio. Por fin esta mañana logre averiguar de qué se trataba. Pues nada, que todo el
mundo estaba saliendo de estampía para el campo. Pido perdón por la frase vulgar,
pero es que ahora no estoy para expresarme en estilo elevado .... porque, así como
suena, todo lo que encierra Petersburgo se iba a pie o en vehículo al campo. Todo
caballero de digno y próspero aspecto que tomaba un coche de alquiler se convertía al
punto en mis ojos en un honrado padre de familia que, después de las consabidas
labores de su cargo, se dirigía desembarazado de equipaje al seno de su familia en
una casa de campo. Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular, como si quisiera
decir a sus congéneres: «Nosotros, señores, estamos aquí sólo de paso. Dentro de un
par de horas nos vamos al campo.» Se abría una ventana, se oía primero el teclear de
unos dedos finos y blancos como el azúcar, y asomaba la cabeza de una muchacha
bonita que llamaba al vendedor ambulante de flores; al punto me figuraba yo que
estas flores se compraban, no para disfrutar de ellas y de la primavera en el aire
cargado de una habitación ciudadana, sino porque todos se iban pronto al campo y
querían llevarse las flores consigo. Pero hay más, y es que había adquirido ya tal
destreza en este nuevo e insólito género de descubrimientos que podía, sin
equivocarme, guiado sólo por el aspecto físico, determinar en qué tipo de casa de
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campo vivía cada cual. Los que las tenían en las islas Kamenny y Aptekarski o en el
camino de Peterhof, se distinguían por la estudiada elegancia de sus modales, por su
atildada indumentaria veraniega y por los soberbios carruajes en que venían a la
ciudad. Los que las tenían en Pargolov, o aún más lejos, impresionaban desde el
primer momento por su prestancia y prudencia. Los de la isla Krestovski destacaban
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