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y las voces extrañas e inhumanas de los shelks.
Nunca, en toda la historia de la humanidad, la frase «entre la espada y la pared»
describió más exactamente una situación.
A orillas del río
Como un animalillo acorralado al fin por una fiera carnicera, Nikadur se dejó caer junto
a la orilla y escondió el rostro entre los brazos. Tumithak lo habría dado todo a cambio de
la decisión de rendirse, para experimentar el alivio de la resignación total que sentía
Nikadur en aquellos momentos. Pero un instinto más fuerte lo incitaba a morir luchando.
Sacó la pistola, donde quedaban tres preciosas balas desde el día que mató al shelk; le
consolaba pensar que, si tenía que morir, al menos lo haría luchando contra los enemigos
del hombre, honor que seria el primero de su tribu en ganar.
Pero ignoraban que ninguno de los dos estaba destinado a morir así ni antes de
muchos años. Días antes de que llegaran a aquel lugar, la naturaleza ya había preparado
el camino salvador. Se hallaban muy cerca del río, cuya orilla era alta y como cortada a
pico; las aguas de la crecida primaveral la habían arrastrado, y el lugar donde estaban los
loorianos sobresalía bastantes centímetros hacia el agua. El peso de los dos hombres la
había debilitado tanto, que la menor vibración iba a bastar para que se derrumbara,
cayendo al torrente. Mientras permanecían allí, y mientras los shelks y sus hombres de
presa comenzaban a abrirse paso entre los árboles para cogerlos, un enorme tronco que
había sido arrancado por un remolino tropezó en la orilla, dándole un tremendo golpe... jy
la erosión vio culminada su obra! Tumithak notó que el terreno cedía de repente bajo sus
pies. El mundo giró locamente a su alrededor, y luego cayó en el agua helada. Jadeó y se
debatió, convencido de que iba a ahogarse. Aún cogía con fuerza la pistola, y su insólito y
sublime instinto de pelea hizo que la retuviera durante los asombrosos acontecimientos
que tuvieron lugar entonces.
En el agua helada
Cuando Tumithak salió a la superficie después del primer chapoteo glacial, meneó los
brazos en un esfuerzo instintivo para no hundirse. No tenía ni idea de lo que era nadar; en
realidad, no había visto en su vida agua suficiente en la que nadar, pero el instinto hizo
que agitara los brazos. Al hacerlo su mano tropezó con el tronco que había sido la causa
de su repentina caída en aquel sorprendente mundo acuático. Agarró el tronco, le pasó un
brazo por encima y se colgó de él. La mano en que llevaba el revólver tropezó con una
húmeda cabeza pelirroja, y vio con sorpresa el rostro pálido y atemorizado de Nikadur,
que evidentemente había logrado alcanzar el tronco y flotaba al otro lado.
Cuando los dos loorianos recobraron el aliento y se tranquilizaron lo suficiente para ver
lo que los rodeaba, descubrieron que el leño se había alejado del recodo y derivaba de
nuevo corriente abajo, cada vez más lejos de la orilla. Por un momento las esperanzas
renacieron en sus corazones, viéndose a salvo de morir inmediatamente en manos de los
shelks, pero una breve reflexión les hizo comprender que no habían ganado nada; lo que
pudo ser una extinción fácil y rápida, ahora amenazaba convertirse en una prolongada
agonía. Pero siguieron aferrando con desesperación el madero, aunque lo único que les
impelía a luchar era el mero instinto de conservación.
Contemplaron la orilla, apáticos, mientras se alejaban cada vez más. Cuando habían
llegado casi al centro de la corriente, Nikadur lanzó un grito inarticulado y apuntó al lugar
desde donde habían caído al agua. Los shelks asomaban de la espesura y se detuvieron,
sorprendidos, preguntándose dónde podían estar los hombres de los corredores. Luego
un mog los vio y dio la alarma a sus amos. Tumithak observó que los shelks preparaban
los extraños tubos y apuntaban hacia ellos. Pequeños chorros de vapor brotaron del agua
a unos doce metros de donde ellos se hallaban pero, por lo visto, la distancia era excesiva
y no podían dañar seriamente con sus armas. En un momento dado sintió en la cara un
calor espantoso, como e! que despide la boca de un horno, pero fue sólo un malestar
pasajero. Poco después los shelks desistieron y se dedicaron a seguir a los loorianos con
la mirada, hasta que éstos desaparecieron por el recodo del río.
La huida
Mientras les arrastraba el tumultuoso caudal, los loorianos tuvieron tiempo de mirar a
su alrededor y fijarse en los detalles de aquel nuevo mundo donde se encontraban. La
corriente era bastante rápida, pero como avanzaban llevados por ella, no se daban cuenta
de este hecho; en efecto, la única molestia que sentían era una fatiga cada vez mayor en
los brazos. Contemplaron la orilla, maravillándose ante los árboles y matorrales que
parecían extenderse hasta el infinito en las riberas, y preguntándose cómo hallarían el
camino de regreso a través de aquella aparente impenetrabilidad, supuesto que pudieran
alcanzar la orilla. Miraron al cielo, cuyas nubes les sorprendieron al fijarse en ellas por
primera vez. Pero lo que más los asombró fue el Sol, que ahora había alcanzado ya el
cénit, por lo que no dudaron de que aquella maravillosa lámpara de la Superficie se movía
poco a poco por el firmamento.
Pasó una hora y los hombres de los túneles aún seguían en el río, colgados del tronco
flotante. El problema de llegar hasta la orilla seguía sin resolver. Tumithak había intentado
trepar sobre el madero y sentarse a horcajadas en él, pero al hacerlo estuvo a punto de
perder a su compañero, pues el leño giró de repente. Por consiguiente, abandonó la idea
y siguió aferrándose con los cansados brazos, tal como habían hecho al principio.
Transcurrió otra hora y, con los brazos llenos de calambres y los cuerpos empapados,
los loorianos empezaron a pensar que incluso el correr perseguidos por los shelks podía
ser preferible a aquello. Tumithak empezaba a preguntarse qué sucedería si soltaba el
leño, cuando notó que sus pies tocaban algo, flotaban y volvían a tocarlo. Soltó un poco el
leño y comprendió que tocaba el fondo del río. El madero estaba llegando a otro gran
recodo de la corriente y se había acercado imperceptiblemente a la orilla, donde había un
banco de arena. Tumithak se soltó con precaución, se hundió un poco y tocó fondo, con el
agua al cuello. Miró a su alrededor y, viendo que la orilla estaba tan cerca, empujó el
tronco y le gritó a Nikadur que hiciera lo mismo. Luego se volvió y anduvo con dificultad
hasta la orilla. Su compañero imitó el ejemplo y, poco después, ambos tropezaron con el
banco de arena y cayeron en un matorral, doloridos y exhaustos por haber permanecido
tanto tiempo en remojo.
Otra vez en tierra
Ocultos entre las malezas y los sauces, su primer cuidado fue tratar de descubrir si
habían sido seguidos. Vigilaron largo rato las orillas del río, estremeciéndose de miedo a
cada rumor procedente del bosque que tenían a la espalda. Pero a medida que pasaba el
tiempo sin que apareciera ningún shelk para matarlos ni se oyeran los ásperos gritos de
los monstruos, llegaron a la conclusión de que habían logrado despistar a sus
perseguidores. En ese momento, sus cuerpos excesivamente castigados empezaron a
reclamar con insitencia el necesario descanso. Sin poderlo evitar, cedieron a la naturaleza
y se quedaron dormidos.
«El sueño del agotamiento total» es una frase que solemos utilizar para designar un
descanso profundo e imperturbable. Aquella tarde los loorianos supieron lo que cualquiera
que haya estado agotado podría corroborar: que el sueño de una persona
extremadamente cansada es cualquier cosa menos sereno. Los dos loorianos
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