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que las cobras copelo son gusanos, y las muerden de la cola. Las víboras se vuelven
entonces, y a la media hora los perritos no vuelven a perseguir nunca más gusanos, porque
han muerto.
Una noche, pues, que había magnífica luna, el perrito del inglés se fue a pasear por el
campo, en busca de caza, mientras nosotros quedábamos en el comedor, tomando mate. El
inglesito, tan empeñoso en adaptarse a las costumbres del país como en aprender su idioma,
tomaba mate a todas horas quemándose la lengua y chupando como un rabioso de la
bombilla, como si quisiera absorberla.
Concluida nuestra charla, nos retiramos todos a nuestras habitaciones. Y ya hacía
tiempo que dormíamos con la frescura de la noche, cuando fuimos despertados por los
desgarradores aullidos del foxterrier. Los perros de la estancia luchaban también, pero de un
modo distinto: toreaban, como se dice. Pero el perrito inglés aullaba como un condenado.
Apenas habíamos tenido tiempo de asomamos a la ventana, cuando vimos al inglesito
correr en pijama a la luz de la luna, y bajarse luego a recoger algo del suelo. Pero con la
rapidez con que lo vimos salir a proteger a su cuzco, lo vimos regresar, y a todo escape,
agarrándose la cabeza entre las manos.
-¿Qué tiene, míster Dougald? -le preguntamos todos ansiosos-. ¿Qué le ha pasado?
-¡Perrito mío! -contestó tan sólo gimiendo.
-¿Y qué tiene su perrito? -proseguimos nosotros, suponiendo que le habría pasado una
gran desgracia.
-¡Rico olor! ¡Oh, olor muy rico!
-¡Olor rico! -dijimos entonces extrañados-. ¿Y de qué puede tener tan rico olor? ¿No
estará equivocado, míster Dougald?
-¡No, no! -respondió haciendo horribles visajes-. ¡Rico, riquísimo olor! ¡Pobre perrito
mío!
Nosotros no nos acordábamos más de las palabras cambiadas que le enseñábamos y
estábamos ya dispuestos a creer que el joven inglés se había vuelto loco con el sereno,
cuando llegó revolcándose y aullando a la par el perrito tan perfumado.
Al verlo llegar, su dueño corrió también a encerrarse en su cuarto, como si su perro
fuera el mismo demonio; mientras el cuzco, al pasar, nos infestaba a nosotros de su
insoportable olor; el olor sofocante, amoniacal y nauseabundo que despide el zorrino.
-¡Por fin! -dijimos nosotros, tapándonos las narices-. ¡En vez de decir olor feo, feísimo,
el inglés dice rico, riquísimo!
Nosotros se lo habíamos enseñado así, y nuestra era la culpa. Tal era el perfume que
casi había quemado los ojos del inglesito, al querer levantar del suelo a su oloroso pichicho.
Sí, chiquitos. Era un zorrino, ni más ni menos, el que había perfumado al inglés y a su
perro. Ustedes recuerdan el fuerte tufo de las comadrejas, zorros y leones que pueblan
nuestro zoo. Al cruzar por delante de una de esas jaulas, se conoce en seguida por el tufo que
el animal que las habita es una fiera carnívora. Los animales carnívoros despiden todos unos
olores amoniacales muy fuertes.
Pero ninguno de esos tufos es comparable al olor que despide el zorrino. Es, como
decimos nosotros, un olor que "voltea". Nada más expresivo se puede decir que esto. Un
hombre que recibe la fea descarga en el rostro, cae con seguridad desmayado. Hasta puede
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Horacio Quiroga Cartas de un Cazador. El Hombre Frente A Las Fieras
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B.D.U
Biblioteca Digital Universal
morir por asfixia, si el líquido ha penetrado en la nariz. Se conocen casos de ceguera,
por haber tocado los ojos el cáustico líquido. y el zorrino, este lindísimo animalito que tiene
la potencia de una descarga de artillería, era la linda cosa que el inglés había querido levantar
tras el corral.
Cuando el zorrino se siente perseguido, detiene su galopito y se apronta para la lucha.
El no posee otra arma que su descarga nauseabunda. ¡Pero qué arma, hijos míos! si quien se
acerca al zorrino es un hombre o un animal que nunca lo han visto, el zorrino los deja
acercarse, hasta que aquéllos se hallan a dos o tres metros. Gira entonces sobre sí mismo,
vuelve el anca a su enemigo, levanta la cola como un plumero... y hace su descarga.
La hace hacia atrás, como los leones. y esto solo, basta. Los hombres que reciben el
líquido gritan enloquecidos, los perros se revuelcan aullando. y el zorrinito, contento y
satisfecho de la vida, reanuda a la luz de la luna su paseo al galopito corto.
Pero no siempre es día de fiesta para el zorrino. Hay hombres que lo reconocen desde
lejos, y perros que habiendo sido una vez rociados ligeramente, aprenden a cazarlos. Y digo
rociados ligeramente, chiquitos, porque si un perro, por bravo que sea, llega a recibir una de
esas descargas en la cara, no vuelve jamás por nada del mundo a perseguir zorrinos.
Los perros de la estancia conocían muy bien a su enemigo. Y de aquí la toreada de esa
noche, mientras el perrito blanco se precipitaba sobre aquel manso animalito.
Así pues, salimos todos de las casas, menos el inglesito, a presenciar la lucha de los
perros con el zorrino.
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