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colina, para ver si sus enemigos se habían marchado y, sacando mi catalejo, divisé claramente el lugar
donde habían estado, mas no vi rastro de ellos ni de sus canoas. Era evidente que habían partido,
abandonando a sus compañeros sin buscarlos.
Sin embargo, no me quedé satisfecho con este descubrimiento. Con más valor y, por consiguiente, con
mayor curiosidad, llevé a Viernes conmigo, le puse el sable en la mano, le coloqué en la espalda el arco y
las flechas, con los que, según descubrí, era muy diestro. Hice que me llevara una de las escopetas y yo me
encargué de llevar otras dos. Nos encaminamos hacia el lugar donde habían estado aquellas criaturas, pues
deseaba saber más de ellos, y cuando lle gamos, la sangre se me heló en las venas y el corazón se me
paralizó ante el horror del espectáculo. Era algo realmente pavoroso, al menos, para mí, porque a Viernes
no le afectó en absoluto. El lugar estaba totalmente cubierto de huesos humanos, la tierra estaba teñida de
sangre y había por doquier grandes trozos de carne devorados a medias, chamuscados y mutilados; en
pocas palabras, los restos de un festín triunfal que se había celebrado allí, después de la victoria sobre sus
enemigos. Vi tres cráneos, cinco manos y los huesos de tres o cuatro piernas y pies, y gran cantidad de
partes de cuerpos. Viernes me dio a entender, por medio de señas, que habían traído cuatro prisioneros para
la ceremonia; que tres de ellos habían sido devorados; que él, dijo señalándose a sí mismo, era el cuarto;
que había habido una gran batalla entre ellos y un rey vecino, uno de cuyos súbditos, al pare cer, era él; y
que habían capturado muchos prisioneros, que fueron conducidos a diferentes lugares por los vencedores de
la batalla para ser devorados como lo habían hecho allí con aquellos pobres infelices.
Le indiqué a Viernes que juntara los cráneos, los huesos, la carne y los demás restos; que lo apilara todo
bien y le prendiese fuego hasta que se convirtiera en cenizas. Me di cuenta de que a Viernes le apetecía
mucho aquella carne, pues era un caníbal por naturaleza, pero le mostré tal horror ante ello, incluso ante la
sola idea de que pudiera hacerlo, que se abstuvo, sabiendo, según le había hecho comprender, que lo
mataría si se atrevía.
Cuando terminó de hacer esto, volvimos a nuestro castillo y me puse a trabajar para mi siervo Viernes.
En primer lugar, le di un par de calzones de lienzo de los que había rescatado del naufragio en el cofre del
pobre artille ro, que ya he mencionado. Con un poco de arreglo, le sentaron bien. Entonces, le confeccioné,
lo mejor que pude, una casaca de cuero de cabra, pues me había convertido en un sastre medianamente
diestro, y le di una gorra de piel de liebre, muy cómoda y bastante elegante. De este modo, lo gré vestirlo
adecuadamente y él se mostró muy contento de verse casi tan bien vestido como su amo. Ciertamente, al
principio se movía con torpeza dentro de estas ropas, pues los calzones le resultaban incómodos y las
mangas de la chaqueta le molestaban en los hombros y debajo de los brazos. Mas, con el tiempo, y después
de aflojarle un poco donde decía que le hacían daño, se acostumbró a ellas perfectamente.
Al día siguiente de llegar con él a mi madriguera, comencé a pensar dónde debía alojarlo, de modo que
fuese cómodo para él y conveniente para mí. Le hice una pequeña tienda en el espacio que había entre mis
dos fortificaciones, fuera de la primera y dentro de la segunda. Como allí había una puerta o apertura hacia
mi cueva, hice un buen marco y una puerta de tablas, que coloqué en el pasillo, un poco más adentro de la
entrada, de modo que se pudiese abrir desde el interior. Por la noche, la atrancaba y retiraba las dos
escaleras para que Viernes no pudiese pasar al interior de mi primera muralla sin hacer algún ruido que me
alertase. Esta muralla tenía ahora un gran techo hecho de vigas, que cubría toda mi tienda. Estaba apoyado
en la roca, atravesado por unas ramas entrelazadas, que hacían las veces de listones, y recubierto de una
gruesa capa de paja de arroz, que era tan fuerte como las cañas. En la apertura o hueco que había dejado
para entrar o salir con la escalera, coloqué una especie de puerta-trampa, que, en caso de un ataque del
exterior, no se habría abierto sino que habría caído con gran estrépito. En cuanto a las armas, las guardaba
conmigo todas las noches.
En realidad, todas estas precauciones eran innecesarias, pues jamás hombre alguno tuvo servidor más
fiel, cariñoso y sincero que Viernes. Absolutamente carente de pa siones, obstinaciones y proyectos, era
totalmente sumiso y afable y me quería como un niño a su padre. Me atrevo a decir que hubiese sacrificado
su vida para salvarme en cualquier circunstancia y me dio tantas pruebas de ello, que lo gró convencerme de
que no tenía razón para dudar ni pro tegerme de él.
Esto me dio la oportunidad de reconocer con asombro que si Dios, en su providencia y gobierno de toda
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