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perseguido en los osciloscopios, las vejigas de caucho han iniciado de nuevo su artificial
respiración, las válvulas han siseado y el bip electrónico de los latidos del corazón han vuelto a
contar el tiempo. Pero incluso ella ha captado la diferencia. Las luces rojas que han permanecido
rojas durante tanto tiempo que ya no puede recordar que hayan sido nunca de otro color brillan
ahora desafiantemente verdes, y aunque no puede leer los indicadores sabe que aquellos son los
signos normales de un chico de doce años que se despierta suavemente de un turbado pero
saludable sueño. Puede sentir el calor de encima de la cama sobre su piel y oler el aroma que no
es el hedor de la enfermedad sino el olor de la enfermedad purgada, de la dolencia curada.
Recuerda todo esto, recuerda las enfermeras, recuerda los apretones de manos y los abrazos
y las exclamaciones, recuerda los labios del doctor Montgomery moviéndose pero las palabras se
le escapan, porque el tiempo está embrollado y las enfermeras, los periodistas, los doctores, los
fotógrafos, todos se apilan unos junto a otros sin ningún orden significativo, como una caja de
antiguas fotografías halladas en un desván. Recuerda destellos de flashes y periodistas, cámaras
de vídeo arrastrando cables e ingenieros de sonido, locutores de televisión; recuerda sus
preguntas, pero ninguna de sus respuestas.
Ahora está sentada a la cabecera de la cama. Hay una taza de café frío en el brazo de su
sillón, que la amable enfermera del condado de Monaghan le ha traído. El doctor Montgomery y
la mujer, MacKenzie, aquella con el brillo de los ordenadores tras sus ojos, responden a las
preguntas. No pretende comprender lo que han hecho, pero sabe lo que puede haber sido.
Ignorada por un tiempo, puede permanecer sentada y observar a su hijo y ser observada por él.
Sin ser vistos por ninguna cámara, los ojos se encuentran y sonríen. Ha habido dolor, habrá dolor
de nuevo, pero ahora, aquí, hay felicidad.
Fuera parece que ha parado de nevar, pero por el aspecto del cielo, cada vez más oscuro,
sabe que no va a durar mucho. Las luces de un helicóptero Lynx del Ejército pasan altas sobre la
parte oeste de Belfast, y frunce los ojos, medio cerrándolos, para hacerse creer a sí misma que no
se trata de las luces de un helicóptero, sino la estela del cohete del mayor Tom, volviendo a casa
desde Andrómeda.
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